50 años de Watergate

Se cumple medio siglo del allanamiento del cuartel general demócrata por unos espías que acabó con la dimisión de un presidente. El Watergate es muchas cosas. La madre de todos los escándalos políticos. El monumento a la investigación periodística que cincelaron en la pantalla Robert Redford y Dustin Hoffman en Todos los hombres del presidente. La piedra de toque de un diario, The Washington Post, que cambió para siempre con esa cobertura. La bisagra entre el viejo y el nuevo Washington. Y los tres pares de edificios (tres de viviendas, dos de oficinas y un hotel) que componen el complejo del mismo nombre. Todas ellas están de una manera u otra de celebración este viernes, cuando se cumplen 50 años de aquel icono.

La trama comenzó hace, hoy, 50 años. Minutos después de la medianoche del 17 de junio de 1972, el guardia Frank Willis detectó que una cinta bloqueaba las cerraduras de algunas puertas del Watergate, un lujoso complejo de edificios ubicado sobre la ribera de Washington. Llamó a la policía, que minutos después detuvo a cinco personas dentro de las oficinas del Comité Demócrata. El resto es historia.

Esta foto de archivo muestra el complejo Watergate en Washington. Un vigilante nocturno notó un trozo de cinta adhesiva en una puerta de la sede del Comité Nacional Demócrata en Washington en junio de 1972 y llamó a la policía, lo que desencadenó el escándalo Watergate que destrozó la presidencia de Richard Nixon. Resultó que la cinta fue colocada allí durante un allanamiento por parte de cinco hombres que tenían la tarea de instalar micrófonos y tomar fotografías de documentos para encontrar información comprometedora sobre los oponentes de Nixon. Watergate comenzó un sábado y muchos de nuestros mejores periodistas no trabajaban ese día”rememoró Bradlee ante LA NACION, en mayo de 2005. “Llegó la noticia y todos empezaron a pensar qué diablos había pasado allí, con gente metiéndose en las oficinas de los demócratas con guantes y micrófonos. El editor levantó la vista y lo que encontró fue a los periodistas más jóvenes, con menos trabajo. Woodward ya nos había impresionado con algunos artículos por su inteligencia y su esfuerzo. Bernstein era más tranquilo, siempre atento a lo que estaba pasando en la redacción. Y cuando vio a Woodward charlando con el editor, se acercó a ver qué pasaba y se sumó. Ellos sacaron la noticia para el fin de semana y la publicaron bien. Después encontraron en la agenda de uno de los ladrones ‘H. Hunt’ [por Howard Hunt] al lado de un teléfono de la Casa Blanca. Woodward discó y preguntó por él. Lo interesante es que no le dijeron que estaba equivocado, sino que no estaba allí y le ofrecieron el número donde podía ubicarlo. Lo llamó y le preguntó: ‘¿Qué está haciendo su nombre en la agenda del ladrón?’. Y la respuesta de Hunt fue: ‘Oh, Dios mío’. Y cortó. Todos dijimos entonces: ‘¿Qué fue eso?’ y los dejamos avanzar. Bernstein se encargó de trazar la ruta del dinero. ¿De dónde sacaron todo ese dinero los ladrones? Llegó hasta una cuenta bancaria en Miami, donde habían sido depositados por un recolector de fondos de la campaña republicana para reelegir a Nixon. Así que en cuestión de días habían vinculado ese pequeño robo al comité nacional republicano y a la campaña de Nixon.

Los reporteros forjaron una relación tan sólida que pronto se los conoció como si fueran uno solo, con un apellido común a ambos: “Woodstein”. Esa relación perduró a lo largo de las décadas, aunque Bernstein se marchó del The Washington Post y la vida los llevó por caminos muy distintos.

“Nos hablamos todas las semanas, una o un par de veces”, contó Bernstein, al lanzar su libro sobre Hillary Clinton. Seco, por momentos brusco, Bernstein solo pareció distenderse al hablar de Woodward, con quien ganó un premio Pulitzer y al que incluyó en los agradecimientos. “Le di una de las primeras dos copias del libro. Usualmente así es como lo hacemos. Nos pasamos mutuamente nuestros libros, hablamos sobre ellos durante todo el proceso. Somos muy cercanos”, dijo.

aceta con una banderita

Cuando Woodward necesitaba reunirse con esa fuente, corría de lugar unos metros una maceta con una banderita colorada que tenía en su balcón. Con ello le hacía saber que lo estaría esperando cerca de las 2 de la mañana del día siguiente en un garaje en Rosslyn, Virginia, al otro lado del río Potomac.

Camino a su encuentro secreto, Woodward cambiaba varias veces de taxi para despistar a cualquier persona que lo estuviera siguiendo. El último tramo lo hacía a pie. Por razones de seguridad, empleaba entre una y dos horas para hacer un recorrido que, en circunstancias normales, podría haber hecho en 10 o 15 minutos.

La fuente también recurría a un código secreto cuando quería reunirse con Woodward. Dibujaba un círculo en la página 20 del diario The New York Times que el periodista recibía en su domicilio. En la misma página, dibujaba unas agujas de reloj para comunicarle la hora de la entrevista.

¿Quién era “Gargante profunda”? El misterio solo se develó en junio de 2005, cuando el otrora número dos de la Oficina Federal de Investigaciones (FBI), Mark Felt, lo confesó a los 91 años y Woodward y Bernstein, lo confirmaron.

Mark Felt era ‘Garganta profunda’ y nos ayudó inmensamente en nuestra cobertura de Watergate”, confirmaron Woodward y Bernstein. “Pero, como lo muestran otros documentos, muchas otras fuentes y funcionarios nos ayudaron a nosotros y a otros periodistas para los cientos de notas que fueron escritas en The Washington Post sobre Watergate”, remarcaron.

Apenas 10 días antes, Bradlee le había confirmado a LA NACION que la fuente era un hombre, que estaba vivo y que se exageraba su relevancia. “‘Garganta profunda’ fue invalorable, pero fue mucho menos específico de lo que la gente piensa”, dijo Bradlee, que falleció en 2014, a los 93 años. Para él, la dueña del The Washington Post, Katherine Graham, fue tanto o más relevante que Felt. Luego de Watergate, cuando ambos se convirtieron en celebridades, hubo una movida en esta ciudad para embarrarlos, diciendo que ‘Garganta profunda’ era un invento. Entonces, recién entonces, sentí que yo debía saber quién era esa fuente porque se lo debía a la familia Graham, aunque los Graham nunca pidieron saber quién era. Fui con Woodward al parque acá enfrente y le dije que tenía que saberlo y me lo contó. Y no lo sabe ni mi esposa: solo yo, Woodward y su esposa, Bernstein, quizá su esposa, y la propia fuente. Nadie más