«Una hora sentado con una chica guapa en el banco de un parque se pasa como un minuto, pero un minuto sentado encima de un hornillo encendido parece una hora”. Con esta sencilla explicación, el genio Albert Einstein divulgaba a los reporteros y a toda persona ajena a la ciencia la esencia de su Relatividad General, presentada en 1915. Esa teoría, junto la de la Relatividad Especial (1905) se consideran hoy fundamentos de la física, como lo son los postulados de Newton del siglo XVII.
Albert Einstein nació el catorce de marzo de 1879 en Ulm, una ciudad de lo que era el Imperio alemán. Hay mucho mito en torno a su desempeño académico. Según su propia autobiografía no destacaba especialmente como un estudiante brillante, aunque tampoco era malo. Desde pequeño comenzó a interesarse por la ciencia y se dice que uno de sus primeros contactos con ella fue la observación de una brújula de su padre. «Detrás de las cosas había algo profundamente escondido”, escribiría después.
En esencia, Einstein dio con varios conceptos revolucionarios y muy alejados de la experiencia cotidiana. En primer lugar, desechó la idea del éter –una supuesta sustancia que llenaba el universo– para establecer el llamado continuo espacio-tiempo, una especie de tejido en el que la materia le dice al espacio cómo curvarse mientras que el espacio le dice a la materia cómo moverse. Además, puso en relación la velocidad de la luz con la materia en la famosa ecuación E=mc2 (espacio es igual a la masa por la velocidad de la luz al cuadrado). Es más, estableció que la luz se mueve a una velocidad constante, imposible de superar. En el hipotético caso de acercarnos a los casi 300 000 metros por segundo (m/s) de la luz, el tiempo iría más despacio conforme fuésemos alcanzando esta velocidad, en un fenómeno conocido como dilatación temporal.
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